viernes, 30 de enero de 2009

Cuando leemos, somos toda una humanidad

Gustavo De Vera
La Solapa - Editorial - Miércoles 21 de enero 2009

¿Terminó su té? Venga, quiero mostrarle algo.

Hay un joven por ahí, un tal Eckhardt, o Radek, hago mal en no recordarlo (siempre confundo los nombres de los personajes con sus autores, un gran error de mi parte, esto de confundir lo que dice uno con lo que piensa el otro). Decía que este personaje o peersona, dice que los libros son “fronteras” que debemos atravesar, trasponer, para liberarnos. Y dice “fronteras”, como quien dice zona, pero no como límite. Para él, los libros nos liberan, porque en ellos están todas las verdades, todas: “altas y bajas, dulces y amargas, dolorosas y renovadoras”, todas, dice. Y dice también que la verdad siempre libera.

Mire, pase. Esta habitación es mi biblioteca.

Veamos: sé que hay bibliotecas mucho más grandes que ésta. Pero aquí tiene usted una larga pared cubierta de libros que son el resultado de años de selección. Por supuesto que he leído muchos más libros de los que usted ve aquí. Pasa que los libros no están son aquellos que no resistieron el paso del tiempo, o mejor dicho, los que no resistieron la sentencia del tiempo.

Pero fíjese bien y dígame: ¿nota algo en común en todos estos libros?

Vamos, apelo a su inteligencia.

¿No lo ve?

Le doy algunas pistas: Estos estantes de aquí corresponden a la narrativa; estos de aquí a la historia, y aquí a la poesía, mi preferida, y luego verá por qué.

Le estoy preguntando por algo muy sutil. ¿Puede notarlo?

No se preocupe. Tal vez le estoy proponiendo un acertijo que yo mismo inventé a partir de tener la respuesta de antemano. Pero veamos.

Vamos a ver si puede darse cuenta por lo opuesto: Vea: Gire su asiento y mire qué encuentra en la pared opuesta.

Un cuadro pintado por un amigo, que en paz descanse, y único estante con sólo unos pocos libros ¿verdad? ¿Quiere verlos? Acérquese.

Mire: Esta es un deliciosa edición del Corán; aquí tiene un Antiguo Testamento que pareciera ser traducido directamente del griego y no del latín; Este pequeño libro es el Pop Wuj, libro sagrado de los mayas; Sí, dije Pop Wuj, no me mire así, no me equivoqué; el Popol Vuh que seguramente usted conoce, es una traducción del quiché que realizaron los misioneros españoles, pero éste es de una edición más reciente, de 1981, con la traducción de Adrián Inéz Chávez, un maestro guatemalteco, que difiere notablemente no sólo en lo lingüístico, sino –o quizá precisamente por eso- en las profundidades de la cosmovisión de los mayas-quiché, ese fantástico pueblo centroamericano. Pero no nos dispersemos.

Vea, aquí también encuentra un viejo ejemplar de la Ilíada, la Torá; este I Ching, naturalmente traducido por Richard Wilhelm, con prólogo del célebre Carl Gustav Jung, y finalmente el Oráculo Celta y las Runas Vikingas, que algunos dicen están muy emparentados entre sí.

Ahora voy a reformular la pregunta: ¿qué encuentra de común entre estos pocos libros que los diferencian radicalmente de lo que tienen en común aquellos más numerosos de la biblioteca?

Bien, no quiero hacerle perder el tiempo con este juego mío: todos estos libros, señor, todos ellos, más los que podríamos agregar aquí tirando paredes y poniendo nuevos estantes, a los que llenaríamos de inmediato, y seguiríamos tirando paredes hasta cubrir todo el edificio, y hasta toda esta manzana con libros como éstos, todos, repito, tienen algo en común: todos tienen un autor.

Un sujeto, un individuo, como usted y como yo, que se puso a escribir impulsado por esa necesidad casi fisiológica, y llenó sus páginas, y puso su firma.

Estos otros libros, mi amigo, son anónimos. Pero eso no basta. Si, claro, también incluyo a la Ilíada. Ya que muchos son los que afirman como más probable que también Homero sea un mito, idea que estoy dispuesto a compartir.

Pero quiero decirle esto: aquí en este estante, tenemos a los libros de los pueblos. Sus páginas resumen la sabiduría y el espíritu de pueblos en todos los tiempos y lugares del mundo. Sí, claro, no son los únicos. Pero al menos son los que pude conseguir.

Y esto me lleva a otro razonamiento, mi estimado, que quiero sumar al del joven Radak, o Ackherdt, o Radek, no importa: los libros son fronteras que debemos traspasar, sí, pero como lectores.

Cuando una persona ejerce el oficio de escribir, lo hace desde el sujeto, desde el individuo. Con sus virtudes y miserias. Con sus dolores y placeres. Pero siempre es el sujeto el que escribe, con esa necesidad casi fisiológica, como dije.

Dirá usted que todo sujeto conlleva algo de su cultura consigo, y que necesariamente algo de ella queda en sus textos, es cierto. Pero esa cultura conllevada, incluso esos diálogos interiores que el escritor mantiene con otras voces de su cultura y de su tiempo, es lo que el escritor ha adquirido leyendo, es decir, cuando es lector.

Y no sólo lector de libros, porque, como le explicaré más adelante, ser lector es una actitud de vida.

Recuerdo a un viejo alfarero de pueblo, Algor de apellido, profundo lector de libros y de las almas. El decía que hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir ir nunca más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa”.

¿Vió? Es como que uno y otro complementaran una misma idea: Los libros son fronteras que hay que atravesar como un río, utilizando las palabras como piedras colocadas allí, una junto a otra, para que podamos llegar al otro lado.

Y volver si es necesario.

Como le decía: siento que cuando uno escribe intenta enrrollar al universo en un puñado de papeles, como antes se envolvía el pescado.

Hay quienes sienten que escribir les resulta liberador también. Hacen catarsis. Pero eso es al principio. Cuando llevan veinte o treinta años escribiendo, y se dan cuenta que aún habiendo publicado una docena de títulos, siguen escribiendo la misma cosa, comprenden su condena.

Me pregunto si en el acto de leer no somos precisamente lo contrario; porque me da la sensación de que, lejos de someternos a unas presuntas reglas de cualquier autor, nos animamos a interrogar al universo en su conjunto; como si fuésemos capaces de subvertir todo orden establecido. Es esa voluntad subversiva la que nos lleva a detenernos frente a un determinado estante de la biblioteca, a elegir ese libro entre los cientos o miles de otros libros posibles; nos hace abrir sus páginas y disponernos a su lectura.

Y Radek dijo (estoy seguro que era Eckhardt), que los libros son fronteras, y yo dije que es el acto de leer el que nos libera. Por que no es el libro como objeto el que cumple esa función.

Recuerdo a Borges (yo no lo vi, le aclaro, nunca he salido de este pueblo, pero leí su Arte Poética) en diciendo en Harvard: “un libro es un objeto físico en mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Entonces llega el lector adecuado, y las palabras –o mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos- surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo”.

Entonces, es el acto de la lectura el que nos abre el mundo, esa gracia que disponemos para interrogar nuestra esencia y al universo mismo; la facultad de mantenernos perplejos ante lo más elemental y simple de nuestras vidas. Todo ello nos empuja al borde; nos arrincona justamente, ante las fronteras. Entonces abrimos un libro.

Fíjese en otra cosa notable. Algo que muchas culturas o generaciones anteriores, practicaban como un ritual sagrado: Usted se concentra en un determinado estado de ánimo. En una inquietud personal, en un deseo, una angustia. Luego toma el I Chin, o el Antiguo Testamento, o si prefiere el Corán, cualquiera de ellos.

Abra sus páginas al azar y lea un párrafo, o un versículo, también al azar. Verá que siempre le llegará una sensación de respuesta, siempre se encontrará una línea que se conecta con eso que usted siente.

Eso, es porque son como los oráculos, ¿recuerda? Aquellos sitios al que acudían los pueblos y los reyes de la antigüedad para conocer sus destinos. La palabra del oráculo encerraba tal densidad de sentidos que cada uno creía encontrar un trozo de lo que estaba buscando, un retazo de verdad; una hendija de luz que apartara las tinieblas de la razón y del corazón. Y esto era posible, porque en esos oráculos, mi estimado, la gente encontraba esencialmente “la poesía que ocultan las palabras”, como decía Borges.

Y en estos casos, es la poesía de la humanidad.

Así, mientras que cuando escribimos somos sujetos, individuos solitarios; cuando leemos, cuando poseemos la voluntad de sostener un libro abierto en nuestras manos, cuando nos atrevemos a cruzar el río de Algor, somos toda una humanidad mojando nuestros pies en esa agua universal, por el simple acto de pasar nuestro dedo índice por la lengua y cambiar a la página siguiente.

Volvamos a la cocina, me siento más amigo allí. ¿Usted no escribe, no?

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