viernes, 30 de enero de 2009

La leyenda de "La Solapa"

Ariel Puyelli

La Solapa - miércoles 21 de enero de 2009


Cuentan que es una vieja muy fea que en las tardes de mucho calor, cuando el sol abraza y en los pueblos o en el campo nadie sale, se pone al acecho de gurises que osen salir de sus casas. Cuando encuentra uno de ellos a esas horas, lo encanta haciéndolo caminar para alejarlos y lo atrapa envolviéndolo en los quince volados que tiene su vestido blanco y se los lleva. Algunos dicen que vuela y lanza los chicos desde las alturas, otros que se adentra en el monte y deja a los niños abandonados a la merced de animales feroces y alimañas. Es muy alta y fea y los niños que atrapa jamás la olvidan y sufren de por vida con terribles pesadillas que no se pueden curar.

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Para algunos, fue un rito. Para otros, un mero trámite. Quizás para algunos no haya sido ni una ni otra cosa, sino una advertencia terrible que despertaba los temores más profundos.

La sentencia materna “si no vas a dormir la siesta, te va a agarrar la solapa” sonó en muchas casas de las provincias de nuestro país en las tardes de verano; ésas que invitan a los chicos a explorar las calles desiertas de adultos que duermen la siesta sin temores y adueñarse del mundo real para convertirlo en su mundo de fantasía.

Momento mágico del día, la siesta siempre fue un paréntesis muy especial para los chicos.

Mis padres jamás necesitaron tercerizar las amenazas. Siempre tomaron el toro por las astas. O dicho de otra manera: siempre quedó claro que ni siquiera la solapa debía interrumpir su siesta.

Mis cinco hermanos y yo no debíamos alborotar la siesta o éramos pasibles de un castigo más ejemplar que el que una vieja vestida de blanco nos encantara y nos hiciera sufrir tormentos que durarían toda nuestra vida.

Esas siestas, en la infancia, fueron los momentos en los que con más entusiasmo me dejaba encantar por las aventuras de mis amigos héroes. En el sopor del verano, viajaba a islas misteriosas, palacios tenebrosos y lugares remotos de la mano de una banda de personajes que a la solapa le hubieran dado la paliza de su negra vida. Los libros de aventuras se escurrían entre las manos y los viajes a la biblioteca popular, a dos cuadras de casa, eran más frecuentes que en la época de clases.

Hoy las cosas cambiaron: los padres ya no le temen al sol de la siesta. Saben que los niños pueden estar protegidos de los peligros del sol calcinante con cremas especiales (¿serán cremas anti solapa?). Y los niños eligen otros entretenimientos antes que salir a las calles a buscar mundos de fantasías.

Cuando Gustavo De Vera sugirió el nombre de este programa, “La solapa”, lo primero que vino a mi mente fue ese instante de la niñez. Luego, la obviedad de ese sector de los libros que nos aporta información.

Yo no sé si la solapa existe. Si es una vieja vestida de blanco o un señor sin cabeza o con una cabeza chiquita, con un abrigo enorme y unas solapas así de grandes, como lo imaginé siempre. Lo que sí sé es que, si en verdad existe, los libros me protegieron de su hechizo malvado. Pude conocer a otros personajes más poderosos que él. Y tuve la posibilidad de aprender a defenderme de ellos gracias a las artes de mis héroes.

La duda que me queda es si me perdí la oportunidad de conocer en carne y hueso un personaje legendario.

La idea de este programa dentro de otro programa es llevarte a tu casa o tu lugar de trabajo, personas, personajes, historias de vida y de ficción, que te encanten o al menos que te interesen lo suficiente como para buscarlos en los libros.

A la hora de la siesta. O cuando tengas ganas, sin amenazas.

Pochoclo e identidad

Gustavo De Vera

La Solapa - Miércoles 28 enero 2009.

El otro día la escuchaba a la Panchi, leyendo su poema “mujeres de maíz”, y me vino a la mente una conversación que tuve hace algunos años con un director de cine de Buenos Aires.

Cruzando aquella conversación y estas “mujeres de maíz” de Panchi Ocampo, se me ocurrió pensar en algo que terminó siendo un interesante juego de palabras: maíz-identidad-americana; maíz-pochoclo; pochoclo-cine-norte-americano; cine-identidad.

Vea, la cosa es más o menos así:

Conocí a este director de cine, Nemesio es su nombre, a fines de 2004 en Buenos Aires.

Me contó entonces algo que me sorprendió: una de las mayores distribuidoras de películas de todo el mundo había sido comprada por el más grande productor de maíz de los Estados Unidos.

¿Qué tiene que ver el maíz con la distribución de películas? Lo mismo me preguntaba yo.

La respuesta parece sencilla: lo que usted paga por una entrada de cine se reparte entre muchos: el dueño del cine, la compañía que distribuye la película, los Estudios que la hicieron; los productores que invirtieron el dinero para hacerla…etc.

En definitiva, por cada entrada de cine, ninguno se lleva más del 20% y algunos mucho menos.

Pero con cada entrada de cine nos compramos un paquetito de pochoclo, costumbre que también importamos cada vez más por ver películas donde la gente que mira películas come pochoclo.

En la cadena que va de la producción de maíz hasta la venta del pochoclo, la cosa es más simple: si usted es dueño del maíz, y también del pochoclero, puede estar seguro que tendrá una ganacia del 90%.

Se entiende?

Así que este señor, dueño del imperio del maíz en los EEUU, hizo un negocio redondo.

Ahora bien: en Argentina, el 90% de las pantallas de cine de todo el país proyectan películas de origen norteamericano, de las cuales, la inmensa mayoría son distribuidas por este señor de los pochoclos. El 10% restante lo componen las películas que proceden de otros países y también las argentinas

Es decir: vemos en el cine lo que a este señor le interesa que veamos para poder vender más de su bendito maíz.

¿Eso es malo? También me lo preguntaba. Y entonces recordé una vieja canción de Piero llamada, precisamente, “Los Americanos”: Decía Piero en esa canción: “si sabemos historia/ no es por haber leído/ sino por haberla visto/ en el cine americano” (dónde habrá quedado aquél Piero, me pregunto).

Este amigo, director de cine, me explicó lo que para él era realmente jodido: “el cine es una gran máquina de fabricar sueños”, me dijo. Pero no sólo eso: “el cine, y también el cine que vemos en la televisión, son una fantástica máquina para trasladarnos a mundos que no conocemos, para identificarnos con personajes de ficción, con el bueno de la película; para mostrarnos situaciones irreales como si fueran verdad; pero también para hacernos pensar en cosas que a veces no tienen nada que ver con nosotros”.

Me explicó, este amigo director de cine, que él no cree necesariamente en esas cosas conspirativas, en una mano negra tratando de dominarnos a través de sus películas. Es más simple, pero también más complicado de revertir: “los yanquis hacen pelis para vendérselas a ellos mismos, y después al resto del mundo, donde facturan a veces menos que en el mercado norteamericano. En esas películas, ellos se muestran sus cosas, sus costumbres, su visión del mundo, sus problemas, sus fantasmas, sus valores, sus miserias y sobre todo, sus sueños. Incluso en las muy buenas películas, que las tienen, y con los muy buenos directores, que también los tienen. No es un problema de ellos”.

Me pregunté entonces, después de cincuenta años de estar inundados en nuestro país con las películas norteamericanas en los cines y en la tele que también tiene modelos extranjeros, cómo son nuestros sueños.

Entonces me preocupé más aún. No es difícil darse cuenta que nuestros problemas, nuestras aspiraciones, nuestros deseos, nuestras utopías, en definitiva: que nuestra identidad, las más de las veces se parecen mucho a lo que sueñan y sienten los personajes de las películas.

Pero, ¿son realmente nuestros sueños?

Dándole vueltas a esto, también me pregunté cómo andamos por nuestro país: si no estaremos repitiendo el mismo esquema, pero esta vez desde Buenos Aires hacia el interior; si no nos estamos haciendo la idea de que en Esquel, en Chubut, en Río Negro, en Santa Cruz, se puede vivir como se vive en la Capital Federal.

¿Está nevando? ¡Suspendamos las clases! (Por poner sólo un ejemplo. Como si la nieve fuera aquí un fenómeno excepcional).

Pensemos dedicadamente cuánto de lo que somos, de lo que queremos ser; cuánto de nuestros deseos, encuentran un reflejo en esos modelos que nos proponen las pelis, pero también las publicidades de la tele, los documentales de Discovery Chanel o Nacional Geographic.

Porque entonces, vuelvo a preguntarme si gran parte de nuestras frustraciones tienen que ver con eso:

- ¿No será que estamos pretendiendo vivir una vida que no es la nuestra?

- ¿No será que estamos buscando soluciones a problemas que no tenemos?

- ¿No será que no estamos atendiendo nuestros propios problemas porque, si no están en la tele o en el cine, entonces no existen?

- ¿No será que podríamos tener otra forma de celebrar una fiesta de quince años que no sea una representación patética de lo que vemos en las pelis y en la tele?

- ¿No será que la felicidad puede tener aquí, en Esquel, en la Patagonia, y en África, o en algún país cualquiera, con su propia cultura, otra forma que no sea la que viene con el auto último modelo ni con las chicas de bajas calorías (bajas calorías, justo aquí!)?

- ¿No será que nuestra escala de valores ya no tiene valores, sino el precio que el mercado les cambia todos los días?

La lista de preguntas podría seguir hasta el infinito, pero no quiero cansarlo: Las frustraciones lo esperan esta noche debajo de su almohada.

Ahora, ¿qué tiene que ver eso con los libros? ¿Y con la literatura que se escribe en Patagonia?.

Mire: como primera instancia, es más fácil escribir un libro que hacer una película. Para empezar.

Antes que el cine, era y es la literatura la que nos trasladaba a otros mundos y otras culturas, lo que nunca es malo, si uno sabe quién es, de dónde viene y a dónde va.

En nuestro territorio, la producción literaria es abundante. Poco difundida, claro, porque la industria editorial es como la cinematográfica: En este caso el 90% de las editoriales están en manos de capitales extranjeros, y publican aquello que pueden vender más rápido y reemplazar a la semana siguiente. Es decir: nos venden el papel.

Pero si uno busca un poco, verá que se encuentra y mucho, de autores patagónicos de excelente nivel, cuyas obras, novelas, poesía, ensayo, narrativa, nos hablan a nosotros, de nosotros mismos. Esas obras son capaces de mostrarnos en nuestra desnudez, y en nuestras virtudes. Nuestros sueños y pesadillas. No pienso en un “Canon” ni en una promoción barata de literatura regional.

Digo: allí cerca, al alcance de la mano, tenemos una posibilidad cierta de descubrirnos nosotros mismos y cómo nos integramos con otros.

Lamentablemente, son contados con los dedos los educadores que conocen la literatura de la patagonia, y por lo tanto se neutralizan ellos mismos como responsables de transmitir una cultura a través de la educación.

Como mi amigo, el director de cine, no creo que existan planes imperialistas para robarnos los sueños.

Pero si los hubiera, me preocupan mucho menos que el darnos cuenta de nuestro propio talento para el abandono.

Hágame caso: en cuanto se cruce en la calle con un vecino; con el almacenero, o la cajera del supermercado, de la farmacia; Cuando se mire al espejo, pregúntese “¿con qué sueña? ¿Qué deseos tendrá? ¿Qué será lo más importante en su vida?”

Porque de la suma de todos esos deseos, sueños y valores, está hecha nuestra comunidad. Y así vivimos como vivimos.

Mientras tanto, para tratar de dormir sin miedo a las frustraciones: siempre tengo un libro bajo mi almohada.

Cuando leemos, somos toda una humanidad

Gustavo De Vera
La Solapa - Editorial - Miércoles 21 de enero 2009

¿Terminó su té? Venga, quiero mostrarle algo.

Hay un joven por ahí, un tal Eckhardt, o Radek, hago mal en no recordarlo (siempre confundo los nombres de los personajes con sus autores, un gran error de mi parte, esto de confundir lo que dice uno con lo que piensa el otro). Decía que este personaje o peersona, dice que los libros son “fronteras” que debemos atravesar, trasponer, para liberarnos. Y dice “fronteras”, como quien dice zona, pero no como límite. Para él, los libros nos liberan, porque en ellos están todas las verdades, todas: “altas y bajas, dulces y amargas, dolorosas y renovadoras”, todas, dice. Y dice también que la verdad siempre libera.

Mire, pase. Esta habitación es mi biblioteca.

Veamos: sé que hay bibliotecas mucho más grandes que ésta. Pero aquí tiene usted una larga pared cubierta de libros que son el resultado de años de selección. Por supuesto que he leído muchos más libros de los que usted ve aquí. Pasa que los libros no están son aquellos que no resistieron el paso del tiempo, o mejor dicho, los que no resistieron la sentencia del tiempo.

Pero fíjese bien y dígame: ¿nota algo en común en todos estos libros?

Vamos, apelo a su inteligencia.

¿No lo ve?

Le doy algunas pistas: Estos estantes de aquí corresponden a la narrativa; estos de aquí a la historia, y aquí a la poesía, mi preferida, y luego verá por qué.

Le estoy preguntando por algo muy sutil. ¿Puede notarlo?

No se preocupe. Tal vez le estoy proponiendo un acertijo que yo mismo inventé a partir de tener la respuesta de antemano. Pero veamos.

Vamos a ver si puede darse cuenta por lo opuesto: Vea: Gire su asiento y mire qué encuentra en la pared opuesta.

Un cuadro pintado por un amigo, que en paz descanse, y único estante con sólo unos pocos libros ¿verdad? ¿Quiere verlos? Acérquese.

Mire: Esta es un deliciosa edición del Corán; aquí tiene un Antiguo Testamento que pareciera ser traducido directamente del griego y no del latín; Este pequeño libro es el Pop Wuj, libro sagrado de los mayas; Sí, dije Pop Wuj, no me mire así, no me equivoqué; el Popol Vuh que seguramente usted conoce, es una traducción del quiché que realizaron los misioneros españoles, pero éste es de una edición más reciente, de 1981, con la traducción de Adrián Inéz Chávez, un maestro guatemalteco, que difiere notablemente no sólo en lo lingüístico, sino –o quizá precisamente por eso- en las profundidades de la cosmovisión de los mayas-quiché, ese fantástico pueblo centroamericano. Pero no nos dispersemos.

Vea, aquí también encuentra un viejo ejemplar de la Ilíada, la Torá; este I Ching, naturalmente traducido por Richard Wilhelm, con prólogo del célebre Carl Gustav Jung, y finalmente el Oráculo Celta y las Runas Vikingas, que algunos dicen están muy emparentados entre sí.

Ahora voy a reformular la pregunta: ¿qué encuentra de común entre estos pocos libros que los diferencian radicalmente de lo que tienen en común aquellos más numerosos de la biblioteca?

Bien, no quiero hacerle perder el tiempo con este juego mío: todos estos libros, señor, todos ellos, más los que podríamos agregar aquí tirando paredes y poniendo nuevos estantes, a los que llenaríamos de inmediato, y seguiríamos tirando paredes hasta cubrir todo el edificio, y hasta toda esta manzana con libros como éstos, todos, repito, tienen algo en común: todos tienen un autor.

Un sujeto, un individuo, como usted y como yo, que se puso a escribir impulsado por esa necesidad casi fisiológica, y llenó sus páginas, y puso su firma.

Estos otros libros, mi amigo, son anónimos. Pero eso no basta. Si, claro, también incluyo a la Ilíada. Ya que muchos son los que afirman como más probable que también Homero sea un mito, idea que estoy dispuesto a compartir.

Pero quiero decirle esto: aquí en este estante, tenemos a los libros de los pueblos. Sus páginas resumen la sabiduría y el espíritu de pueblos en todos los tiempos y lugares del mundo. Sí, claro, no son los únicos. Pero al menos son los que pude conseguir.

Y esto me lleva a otro razonamiento, mi estimado, que quiero sumar al del joven Radak, o Ackherdt, o Radek, no importa: los libros son fronteras que debemos traspasar, sí, pero como lectores.

Cuando una persona ejerce el oficio de escribir, lo hace desde el sujeto, desde el individuo. Con sus virtudes y miserias. Con sus dolores y placeres. Pero siempre es el sujeto el que escribe, con esa necesidad casi fisiológica, como dije.

Dirá usted que todo sujeto conlleva algo de su cultura consigo, y que necesariamente algo de ella queda en sus textos, es cierto. Pero esa cultura conllevada, incluso esos diálogos interiores que el escritor mantiene con otras voces de su cultura y de su tiempo, es lo que el escritor ha adquirido leyendo, es decir, cuando es lector.

Y no sólo lector de libros, porque, como le explicaré más adelante, ser lector es una actitud de vida.

Recuerdo a un viejo alfarero de pueblo, Algor de apellido, profundo lector de libros y de las almas. El decía que hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir ir nunca más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa”.

¿Vió? Es como que uno y otro complementaran una misma idea: Los libros son fronteras que hay que atravesar como un río, utilizando las palabras como piedras colocadas allí, una junto a otra, para que podamos llegar al otro lado.

Y volver si es necesario.

Como le decía: siento que cuando uno escribe intenta enrrollar al universo en un puñado de papeles, como antes se envolvía el pescado.

Hay quienes sienten que escribir les resulta liberador también. Hacen catarsis. Pero eso es al principio. Cuando llevan veinte o treinta años escribiendo, y se dan cuenta que aún habiendo publicado una docena de títulos, siguen escribiendo la misma cosa, comprenden su condena.

Me pregunto si en el acto de leer no somos precisamente lo contrario; porque me da la sensación de que, lejos de someternos a unas presuntas reglas de cualquier autor, nos animamos a interrogar al universo en su conjunto; como si fuésemos capaces de subvertir todo orden establecido. Es esa voluntad subversiva la que nos lleva a detenernos frente a un determinado estante de la biblioteca, a elegir ese libro entre los cientos o miles de otros libros posibles; nos hace abrir sus páginas y disponernos a su lectura.

Y Radek dijo (estoy seguro que era Eckhardt), que los libros son fronteras, y yo dije que es el acto de leer el que nos libera. Por que no es el libro como objeto el que cumple esa función.

Recuerdo a Borges (yo no lo vi, le aclaro, nunca he salido de este pueblo, pero leí su Arte Poética) en diciendo en Harvard: “un libro es un objeto físico en mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Entonces llega el lector adecuado, y las palabras –o mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos- surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo”.

Entonces, es el acto de la lectura el que nos abre el mundo, esa gracia que disponemos para interrogar nuestra esencia y al universo mismo; la facultad de mantenernos perplejos ante lo más elemental y simple de nuestras vidas. Todo ello nos empuja al borde; nos arrincona justamente, ante las fronteras. Entonces abrimos un libro.

Fíjese en otra cosa notable. Algo que muchas culturas o generaciones anteriores, practicaban como un ritual sagrado: Usted se concentra en un determinado estado de ánimo. En una inquietud personal, en un deseo, una angustia. Luego toma el I Chin, o el Antiguo Testamento, o si prefiere el Corán, cualquiera de ellos.

Abra sus páginas al azar y lea un párrafo, o un versículo, también al azar. Verá que siempre le llegará una sensación de respuesta, siempre se encontrará una línea que se conecta con eso que usted siente.

Eso, es porque son como los oráculos, ¿recuerda? Aquellos sitios al que acudían los pueblos y los reyes de la antigüedad para conocer sus destinos. La palabra del oráculo encerraba tal densidad de sentidos que cada uno creía encontrar un trozo de lo que estaba buscando, un retazo de verdad; una hendija de luz que apartara las tinieblas de la razón y del corazón. Y esto era posible, porque en esos oráculos, mi estimado, la gente encontraba esencialmente “la poesía que ocultan las palabras”, como decía Borges.

Y en estos casos, es la poesía de la humanidad.

Así, mientras que cuando escribimos somos sujetos, individuos solitarios; cuando leemos, cuando poseemos la voluntad de sostener un libro abierto en nuestras manos, cuando nos atrevemos a cruzar el río de Algor, somos toda una humanidad mojando nuestros pies en esa agua universal, por el simple acto de pasar nuestro dedo índice por la lengua y cambiar a la página siguiente.

Volvamos a la cocina, me siento más amigo allí. ¿Usted no escribe, no?

domingo, 25 de enero de 2009

Estrenamos "La Solapa"

El pasado miércoles 21, a las 17, se puso por primera vez al aire el espacio "La Solapa", conducido por los dos integrantes del Programa Esquel Literario, Ariel Puyelli y Gustavo De Vera.
Este espacio, con media hora de duración, se integra dentro del programa "Ego non Fui" que va todos los días de 16 a 18,45 por LRA 9 Radio Nacional Esquel, en sus frecuencias de AM y FM.
De esta manera "La Solapa" se emitirá todos los miércoles a las 17, contando con la presencia de escritores locales y de la región (vía telefónica), lectores invitados y una importante cantidad de información sobre el quehacer literario de la Patagonia.